Primero vinieron las palabras

“Primero vinieron por los comunistas, y yo no dije nada,
porque yo no era comunista.
Luego vinieron por los sindicalistas, y yo no dije nada,
porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron por los judíos, y yo no dije nada,
porque yo no era judío.
Luego vinieron por mí, y ya no quedaba nadie para hablar por mí.”

Martin Niemöller, 1955

Hoy hace 75 años, las fuerzas soviéticas liberaron el campo de concentración y exterminio Nazi de Auschwitz-Birkenau. Allí se encontraron con 7600 personas que habían estado prisioneras, y con los horrores que habían dejado atrás las 1.3 millones de muertes que sucedieron en aquel pedazo de tierra. En 2005, la ONU declaró el 27 de enero como Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, para recordar a todos aquellos que murieron a manos del nazismo por atreverse a ser distintos. Judíos, homosexuales, gitanos, testigos de Jehovah, opositores políticos, personas con discapacidad… Personas que iban más allá de lo establecido, de lo “normal”, de lo “perfecto”.

Pero el holocausto no comenzó con Auschwitz. Ni con los guetos, ni con la guerra. Primero vinieron las palabras. Palabras de odio, de ignorancia, de infiferencia. El holocausto empezó con la quema de libros, y con discursos llenos de nada que señalaban al que era distinto como culpable. El holocausto empezó cuando en Alemania empezaron a educar a los niños para identificar judíos y alejarse de ellos mediante estereotipos y prejuicios. Cuando los adultos que rodeaban a esos niños no detuvieron eso sino que lo apoyaron, y miraron a ese que era distinto y le dijeron “vos acá no pasás”. Y de esto no vas a trabajar. Y en este barrio no vas a vivir. No sé si todos pensaban así, pero al menos les quedaba cómodo. Primero vinieron por los comunistas, y yo no dije nada.

El holocausto lamentablemente no fue la única masacre de su tamaño, ni la última de la historia. Sí tiene la particularidad de que está precisa y extensamente documentada por sus propios perpetradores. Los nazis tenían un registro meticuloso de cada víctima, de cada aldea que hacían desaparecer. Sacaron fotos e hicieron películas de cada atrocidad que cometieron. Por eso sabemos cuántos fuimos. Seis millones. Y ese es un número más grande del que cualquiera de nosotros puede imaginar. Nuestras cabezas pierden muy rápido la capacidad de visualizar números, y nadie puede comprender uno tan enorme y pesado como seis millones. Pero hay algo todavía más difícil de entender y de visualizar, que es la falta de respuestas. Que es lo que pasa con otros genocidios. No todos los asesinos son tan metódicos como los nazis, y a veces, aunque sabemos que sucedieron cosas, no podemos más que adivinar cuántas personas murieron a manos de tal o cual catástrofe. Por algún motivo eso me da muchísimo miedo: ¿Cuántos holocaustos habrán sucedido ya en el mundo sin que lo sepa? ¿Sin que nadie cuente a sus víctimas, les de un nombre y un rostro? ¿Sin que los recordemos en un día como hoy? ¿Por qué existe esa injusticia adicional, posterior a la muerte, ppr la cual hay algunas víctimas más recordadas que otras? Yo no dije nada, porque yo no era sindicalista.

Pero hay algo que me da todavía más miedo. Más que el anonimato de las víctimas del pasado. Y es la naturalidad con la que convivimos con los perpetradores del presente. Es ver que esos mismos comienzos, ese odio, esos prejuicios, esa educación que convrtió a niños en racistas, todavía está presente hoy en muchísimos lugares. Miro a mi alrededor acá en Argentina, un país que no supo declararse en contra del nazismo hasta que la batalla estuvo prácticamente ganada, y nos veo hablar de los bolivianos, venezolanos y paraguayos que llegan a nuestro país. Entro a twitter y está inundado de publicaciones sobre el gobierno de Estados Unidos y sus declaraciones sobre los inmigrantes mexicanos. Leo las noticias y veo a un montón de europeos esparciendo prejuicios sobre quienes practican la religión musulmana en sus países. Escucho a los chicos en mi escuela, una escuela judía, pluralista, decir “negro”, “retrasado”, y “puto” a modo de insultos. Casi nunca abren la boca para defender al que es víctima de bullying o para callar al amigo que está diciendo cosas que están mal. Luego vinieron por los judíos, y yo no dije nada. Nunca decimos nada.

Se me hace difícil escribir sobre este tema y decir algo inteligente y valioso que ya no se haya dicho. Tengo la suerte de haberlo estudiado mucho, y de haber aprendido de personas que haban con mucha más elocuencia que yo. Pero sentí la responsabilidad de hacerlo, porque tengo amigos no judíos frente a quienes me siento un poquito embajadora, y porque también tengo muchos amigos judíos que necesitan este recordatorio: No puede ser que sigamos reproduciendo la misma ignorancia y el mismo odio del que alguna vez fuimos (y todavía somos) blanco. Ya sabemos cómo termina la historia, y peor aún, sabemos como empieza. Y si estás viéndola empezar delante de tus ojos, ¿por qué no decís nada? ¿Por qué, para hablar, esperás a que vengan por vos?

No hablemos solo el 27 de enero. No hablemos solo en Iom Haatzmaut, o en Iom Hashoá, o cuando hay algún atque antisemita en algún lugar del mundo. No esperemos al final de la historia, ni a que vengan por nosotros en la última línea del poema. Porque para ese momento vamos a estar solos. Así que hablemos antes. Carguemos con lo aprendido y utilicémoslo para generar un mundo más abierto y justo. Esa es la mejor manera que tenemos de honrar nuestra vida, por la cual tantos de los nuestros lucharon.

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