¿Extraño mi vida pre-cuarentena? Hace días que me lo pregunto. A simple vista la respuesta es un enorme sí: Extraño mucho a mis amigxs, claramente, y a mis profesores, y extraño caminar e ir a comer a lo de mi abuela. Extraño también mi colegio, y el lugar en el que soy voluntaria porque son espacios en los que siempre me río muchísimo y en los que me siento bastante cómoda. Pero no extraño levantarme a las 6:45, ni volver a mi casa a las 20:00. No extraño no tener tiempo libre para leer o dibujar, ni ver a mi familia tan poco cada día. Estaba estresada y agotada todo el tiempo (y eso a veces me hacía muy poco amigable), y creo que corría de esa manera porque si paraba se me iba a caer todo encima. La gente hoy dice mucho que se muere de ganas de volver a su normalidad de antes de la pandemia, pero yo no sé si todxs estábamos tan contentos con lo que nos tocaba.
Lo que sí sé es que no lo decíamos. Cuando alguien nos preguntaba cómo nos estaba yendo, le enumerábamos rápidamente todas las cosas que estábamos haciendo bien, lxs increíbles amigxs que teníamos, lo interesante que era el lugar donde trabajábamos. Nuestras redes sociales eran un reflejo clarísimo de eso (hace poco escribí otro texto sobre cómo esto está cambiando en cuarentena), pero incluso en nuestra vida real nos manejábamos así. ¿Cuántas veces le preguntaron a alguien cómo estaba y esa persona les contestó otra cosa que no fuera “bien”? ¿Cuántas veces hablaron con alguien (fuera de sus tres amigxs más cercanos) que les dijo que estaba teniendo un mal día y les contó sobre sus problemas tan extensamente como si estuviese alardeando de sus logros?
No parecía haber lugar en nuestra sociedad pre-pandemia para cualquier cosa que no fuera la felicidad. Todo lo que nos rodea, desde los medios hasta otros seres humanos, nos dice constantemente que tenemos que estar bien. En los consumos culturales hegemónicos, los personajes están siempre felices, e incluso su sufrimiento es bello y está calculado. En las publicidades y en las redes, los influencers nos dicen “querete, se feliz, viví la vida que querés vivir. (Y se más feliz que el resto, porque si no te van a pasar en likes). Si estás triste, sonreí. Si tenés miedo, se valiente. Si estás enojado, meditá. Está en vos sentirte bien, es todo cuestión de actitud.”
Hay varias cosas de esto que me hacen ruido, y voy a empezar por la más obvia: no todo lo que nos hace mal es meramente una cuestión de actitud. Puede ser que vivamos en un mundo lleno de problemas autoimpuestos, pero cuando lo que te impide ser feliz es una barrera sistémica, como por ejemplo la discriminación, la opresión, o la falta de derechos y oportunidades, es un poco difícil sonreir para que se evaporen tus problemas. Lo mismo pasa con el “querete y se vos mismx”. Si vivimos rodeados de estímulos que nos bombardean con estándares imposibles de belleza y perfección, que nos dicen exactamente cómo tenemos que ser, y agregan por lo bajo que probablemente nunca lleguemos a cumplir con todos esos requisitos, ¿cómo hacemos entonces para ignorar todo eso y querernos? ¿No es acaso ese mismo sistema, el que te dice que te quieras como sos, el que se la pasa vendiéndote todos los productos que necesitás para no ser inquerible?
Nuestra tristeza no nace de la nada, y no se soluciona leyendo libros de autoayuda o comiendo palta. Nuestra tristeza y nuestro cansancio son producto de la forma aceleradísima en la que vivimos, aunque a veces resulte difícil verlo. No se trata de un tema individual, sino de algo que nos pasa a todxs. Pero cuando alguien trata de hablar de esto lx silenciamos. Le mostramos que nadie quiere saber sobre su soledad, su tristeza, su miedo o su enojo. Le decimos que se lo guarde, que sonría, y así todo va a estar mejor. Y nos parece que es natural. Porque ese discurso, que nos dice que todo es cuestión de actitud y que ser feliz está en nuestras manos, nos está diciendo indirectamente que si no somos felices es nuestra culpa. Que si alguien se anima a sentir algo que no es satisfacción es porque quiere.
Vivimos en una tiranía del bienestar en la que la felicidad pura y constante es la única opción posible. Todo lo demás es ahogado antes de poder salir, y se pierde entre la luminosidad abrumadora de esa retórica que suena mucho a libertad, porque habla de sentirse bien, pero que en realidad no es para nada libre porque no nos deja lugar para nada más. Y cuando algo de todo eso se escapa, cuando alguien se atreve a decir en voz alta que no está contento, que no puede simplemente decidir estar mejor, lx excluimos, lx tratamos de locx o nos alejamos. Y eso, como todo, es político.
Es político diagnosticar a la gente que no puede adaptarse en lugar de diagnosticar a un sistema que no permite la adaptación. Es político asignarle la culpa al individuo por su propia tristeza, en lugar de entender que viene de las exigencias infinitas que nuestra sociedad tiene con él. Y por lo tanto también es político decir que no estamos bien, y que la culpa no es nuestra sino del sistema. Es político decir que la manera en la que se manejan las cosas no nos satisface. Que trabajamos demasiado, que no hacemos lo que nos gusta, que somos oprimidxs o discrminadxs, y que es eso lo que nos pone tristes y lo que nos da miedo. En una tiranía del bienestar, decir que estás mal es un acto de resistencia.
La cuarentena dio vuelta esto, como todo, porque por una vez nos resulta imposible creer que somos los únicos que estamos tristes, o que nuestra tristeza es un tema propio. Por primera vez, está bien estar mal en las redes, contestar a la pregunta de cómo estás con un “no sé” o incluso con “hoy la verdad es que siento que el mundo es una porquería”. Todos nos sentimos así. Y poder decirlo en voz alta, poder compartirlo y ayudarnos entre todxs sin juzgar es lo mejor que nos podría haber pasado. Resistimos, no tratando de estar felices, sino dejándonos estar como sea que estemos. Le damos lugar a la tristeza, al miedo al enojo. Entendemos de dónde vienen, y cómo podemos sanarlos en vez de taparlos.
No sé qué pasará con todo esto cuando vuelva eso que llamamos “normalidad”. Tengo miedo de que vuelva a ser todo como antes. Porque volver a salir va a ser complicado, adaptarnos nos va a costar un montón, y si no tenemos la valentía y la solidaridad para compartir lo que sea que estemos sintiendo mucha gente la va a pasar muy mal. Y más allá de eso, yo no sé si quiero volver al ritmo que manejaba antes. No sé si todo lo que estaba haciendo me hacía bien. Y quiero darme el lujo de reevaluarlo, sabiendo que tengo la opción de estar enojada o deprimida a veces, que eso no me hace demasiado susceptible ni es de mala educación, y que no me pasa simplemente porque no quiero estar contenta.
Lo creamos o no, la tristeza es un derecho. Sentir otras cosas aparte de plena felicidad es un derecho. Y hablarlas también. Tiene que serlo si no queremos terminar peor. La tiranía del bienestar se tiene que caer, porque ser feliz de mentira y bajo obligación no sirve. Yo no sé si antes de la pandemia éramos tan felices como decimos que éramos. Francamente no lo creo. Ahora está claro que no lo somos ni ahí, pero por lo menos valoro la oportunidad de entender qué es lo que me hace mal, y de experimentar sensaciones que quizás no sean agradables, pero por una vez son de verdad.